Para mordaz, lamagaliz y perlita_negra
En sus cumpleaños.
Relojes de Arena
Niña y madre
caminaban muy rápido por la acera porque la pequeña, que había llegado a
cumplir los esperados cuatro años, trataba de correr de tanto entusiasmo que sentía.
—Espera, cariño.
Hay que mirar a ambos lados antes de cruzar la calle —la paró su madre, pero
con voz que escondía una risa.
La pequeña no vio el
carruaje propulsado por aire que pasaba en la calle, si no la relojería de la
acera del frente, a la que iba tan ansiosamente. Apenas su madre dejó de hacer
fuerza para que no caminara, la niña salió disparada a la calle empedrada y, de
ella, hasta la puerta de la relojería.
«Cu-cu… Cu-cu», se oyó cuando la niña
abrió intempestivamente la puerta. El afable relojero estaba atendiendo a un
joven interesado en un alto mueble con péndulo.
—… Entonces, se va
a concentrar en el recorrido de la relación de esas dos personas, desde el puro
principio hasta…
—¡Hola, don Gafas!
—le interrumpió la pequeña, sin importarle el cliente y abrazando con fuerza el
costado del anciano. Éste se rio con la sorpresiva llegada y se acuclilló con
alguna dificultad para darle un abrazo, soltarla y preguntarle mientras le
tocaba con un dedo su naricita.
—Hola, doña
damita, ¿cómo estás hoy?
—¡Tengo cuatro!
—gritó ella, y le enseñó sus años con los deditos de ambas manos a centímetros
del rostro.
El relojero se
sonrió, la alzó en brazos y le hizo un ademán a su sobrina y dependienta para
que se hiciera cargo del otro cliente, antes de darle los buenos días a la
madre de la niña.
—Siento llegar
antes de la cita —decía ella.
—No se preocupe, ¡yo
también me emociono con los cuatro años! Vengan, ya lo tengo listo. —y, con la
niña dando fuertes aplausos y risas, fueron hacia la trastienda.
Ahí había una larga
mesa de madera, sobre la cual descansaban varios relojes. Los cucú, que servían
como recordatorios de rutinas; los de péndulo, que se centraban en la historia
de una relación; los cronómetros, que eran los responsables de seguir los
acontecimientos en retrospectiva; los relojes de luz lunar y solar, que
predecían y almacenaban la información climática, etc. Todos eran hermosos, en
sus diferentes tamaños, formas, de metal o madera, y siempre circulares.
Pero el más
importante de todos estaba al fondo de la estancia. Era aún más alto que la
relojería y estaba justo en el centro de la pared, literalmente, pues su mitad
posterior se encontraba en la calle y era muy común que hubiera un corro de
gente ahí, para hacer uso del reloj de arena del pueblo.
—¡Ahí está! —gritó
la niña al verle, consiguió bajarse de los brazos de don Gafas y corrió hacia
el reloj de arena.
Solo se podía ver
la mitad inferior del mismo y, al otro lado del cristal, una pareja en la acera
tenían las manos puestas en el reloj, sonriendo. La arena que caía era tan
ínfima, que había que hacer un gran esfuerzo para percibirla. La niña no lo
podía hacer, porque era muy pequeña y frente a sus ojos solo se veía el montón
de arena. Pero estaba bien, la arena siempre había sido lo que le llamaba más
la atención del gran reloj. Era muy extraña. Límpida, blanca, brillante… Pero cuando
se acercaba y miraba más y más específicamente, hasta fijarse en solo un
granito, se daba cuenta de que realmente no era blanca. Ninguno de los granos era
igual, y nunca se le podía ver su color real hasta que se veía solo uno.
La niña estaba
mirando la arena blanca, concentrándose en poder ver granitos de colores,
mientras el relojero le daba una cajita de madera a la madre. Ella sacó de la
misma un pequeño reloj de arena con adornos y cadena de oro, pero totalmente
vacío. Ella se acercó a su hija para ponérselo, como sorpresa, en el cuello.
Pero la pequeña solo lo miró con algo de interés. No tanto como el que le puso
al relojero cuando lo vio en el escalón que, por un sistema de poleas, empezó a
subir al hombre hacia el techo, en donde había una trampilla.
—¿¡Puedo ir, puedo
ir!? —gritaba la niña al relojero, corriendo frente al escalón, y viendo hacia
arriba, donde él abría la trampilla, hacía caer una escalera de madera hasta la
base del escalón donde estaba, y subía al techo.
Su rostro volvió a
aparecer desde el hueco de la trampilla, mirando sonriente a la pequeña.
—Claro que sí, los
de cuatro siempre suben —exclamó, y metió las manos con el fin de hacer caer el
escalón hasta el suelo, y dar vueltas a las poleas para que sus mecanismos
volvieran a bajar también.
Mientras la niña
brincaba y gritaba de emoción, la madre enganchó de nuevo el escalón a las
poleas, se subieron en él y le pidió que le diera la mano y se quedara quieta
mientras subían.
El relojero les
dio la mano cuando llegaron al techo, con toda caballerosidad, y luego les presentó
con un gesto de manos y tono de voz entusiasta:
—¡El reloj del
pueblo!
La niña aplaudió,
mirando hacia la parte superior del reloj de arena. La madre se sonrió, y le abrazó
antes de comentar:
—¡A que es
precioso!
—¡Brilla mucho!
—contestó ella. Cogió la mano de su madre y corrió hacia el vidrio. Miraba la
arena con embeleso y, cuando descubrió que sus granos también eran blancos,
tuvo que preguntar—: ¿Por qué no tiene colores?
—Es usted muy observadora,
doña damita —dijo el relojero, que las miraba desde una escalera curva y dorada,
con barandal y pegada a un lado del reloj—. Es blanca porque es arena que no ha
vivido. La tuya va a brillar tanto como ésa y, cuando la hagas vivir, tendrá
colores y memorias para poder bajar.
A pesar de que
solo tenía cuatro años, la niña entendió. Todos en ese pueblo entienden, desde
muy pequeños, qué hacen los relojes de arena y, sobre todo, los granos en ellos.
—¿Y mi arena?
—acusó la niña, enseñándole el pequeño reloj que tenía al cuello.
Él le pidió que se
acercara con una mano, y la pequeña lo hizo.
—¿Quieres ayudarme
a sacarla del reloj?
¡Por supuesto que
la niña quería! El relojero le dio una cucharilla de muy largo mango, le tendió
la mano para que se la tomara y los dos subieron hasta la cúspide del reloj,
seguidos por la madre. Estaban rodeados por un barandal unos centímetros más
alto que la niña, y del lado arriba de la calle. Pero la niña no temía, porque su
madre y don Gafas estaban ahí, y ella solo miraba hacia la tapa de oro en que
estaba subida y caminaba.
—¡Soy una enana!
—rio.
—¡Una enana guapa!
—contestó su madre.
—¡Sí!
Cuando llegaron al
centro de la tapa del reloj de arena, se encontraron con un hueco de pocos
centímetros. Sin que don Gafas tuviera que decirle algo, la niña entendió que
tenía que meter la cucharilla por ese hueco y dar con su arena, más abajo.
—¿Qué es eso? —se
sorprendió la niña, cuando sintió una corriente de aire caliente justo en el
huequito.
—Memorias —explicó
el relojero.
La niña se dio por
enterada. Bajó la cucharilla, cogió arena y la sacó lentamente. Ésta se mantuvo
dentro, el viento en el hueco no la movió. La niña miró en seguida hacia ella,
¡su arena! Era muy poca, pero ni su sombra hacía que dejara de brillar.
—¿Y ahora?
—preguntó, temblando de expectación, sin poder dejar de sonreír.
—Y ahora —dijo don
Gafas, tomando el pequeño reloj de arena que colgaba de su cuello. Lo abrió con
presteza— yo meto la arena, —así lo hizo, todo granito cayó en éste—, y el
reloj estará terminado… —cerró de nuevo la tapita— ¡Listo!
Ella lo miraba,
muy fijamente y embelesada. Tanto, que vio como un granito, el primero de ellos
y amarillo, cayó a la base inferior.
—¿¡Cómo sirve!? —gritó
la pequeña.
—Sólo tómalo con
fuerza entre las manos, cierra los ojos y podrás rememorarlo mejor que con la
mente… —le explicó su mamá, casi tan emocionada como ella.
La niña así lo
hizo y pudo sentir, pensar y emocionarse desde el momento en que caminaba de la
mano con su madre hasta ese en que rememoró por primera vez. Dejó de tomar con
fuerza su reloj de arena y se miró al espejo. Frente a ella estaba su segundo
hijo, con sus cuatro años recién cumplidos, peinándose con más energía que tino.
—¿Emocionado? —le
preguntó ella, tomando el cepillo mientras el niñito giraba sobre el taburete
para tomar el reloj de arena de su madre, ese con algo de arena blanca, e
incontables granos de colores.
—¡Sí!
La mujer sonrió y
le dio un beso.
—No dejes ir
ningún detalle, amor. Será el primer recuerdo que tendrás guardado en el reloj.
Hola Esciam! Estoy echando un vistazo a tu blog! He leído Relojes de arena. Me encanta como retratas a la niña. Y también ese paso del tiempo fulminante de hija a mamá. Me ha gustado. ¡Saludos!
ResponderEliminarHola linda, gracias por pasarte!
EliminarQué bueno que te gusto la niña y el twist. Algo de buenos recuerdos en la vida para las cumpleañeras, sí. Saludos!
Me ha gustado mucho, Esciam!! Tiene mucha magia. Siempre me han intrigado los relojes de arena, así que, me encantó.^^ Sabés transmitir muchas emociones y sentimientos.
ResponderEliminarBesos.
Hola linda!
EliminarSentiste la "transmisión" de emociones y sentimientos? Genial!!!! Eso es algo que habla bien de un escrito, gracias por decírmelo! Y qué bueno que te gustó.
Bello,bello
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