sábado, 6 de julio de 2013

Cuento: Relojes de arena.




Para mordaz, lamagaliz y perlita_negra
En sus cumpleaños.

Relojes de Arena

Niña y madre caminaban muy rápido por la acera porque la pequeña, que había llegado a cumplir los esperados cuatro años, trataba de correr de tanto entusiasmo que sentía.
—Espera, cariño. Hay que mirar a ambos lados antes de cruzar la calle —la paró su madre, pero con voz que escondía una risa.
La pequeña no vio el carruaje propulsado por aire que pasaba en la calle, si no la relojería de la acera del frente, a la que iba tan ansiosamente. Apenas su madre dejó de hacer fuerza para que no caminara, la niña salió disparada a la calle empedrada y, de ella, hasta la puerta de la relojería.
«Cu-cu… Cu-cu», se oyó cuando la niña abrió intempestivamente la puerta. El afable relojero estaba atendiendo a un joven interesado en un alto mueble con péndulo.
—… Entonces, se va a concentrar en el recorrido de la relación de esas dos personas, desde el puro principio hasta…
—¡Hola, don Gafas! —le interrumpió la pequeña, sin importarle el cliente y abrazando con fuerza el costado del anciano. Éste se rio con la sorpresiva llegada y se acuclilló con alguna dificultad para darle un abrazo, soltarla y preguntarle mientras le tocaba con un dedo su naricita.
—Hola, doña damita, ¿cómo estás hoy?
—¡Tengo cuatro! —gritó ella, y le enseñó sus años con los deditos de ambas manos a centímetros del rostro.
El relojero se sonrió, la alzó en brazos y le hizo un ademán a su sobrina y dependienta para que se hiciera cargo del otro cliente, antes de darle los buenos días a la madre de la niña.
—Siento llegar antes de la cita —decía ella.
—No se preocupe, ¡yo también me emociono con los cuatro años! Vengan, ya lo tengo listo. —y, con la niña dando fuertes aplausos y risas, fueron hacia la trastienda.
Ahí había una larga mesa de madera, sobre la cual descansaban varios relojes. Los cucú, que servían como recordatorios de rutinas; los de péndulo, que se centraban en la historia de una relación; los cronómetros, que eran los responsables de seguir los acontecimientos en retrospectiva; los relojes de luz lunar y solar, que predecían y almacenaban la información climática, etc. Todos eran hermosos, en sus diferentes tamaños, formas, de metal o madera, y siempre circulares.
Pero el más importante de todos estaba al fondo de la estancia. Era aún más alto que la relojería y estaba justo en el centro de la pared, literalmente, pues su mitad posterior se encontraba en la calle y era muy común que hubiera un corro de gente ahí, para hacer uso del reloj de arena del pueblo.
—¡Ahí está! —gritó la niña al verle, consiguió bajarse de los brazos de don Gafas y corrió hacia el reloj de arena.
Solo se podía ver la mitad inferior del mismo y, al otro lado del cristal, una pareja en la acera tenían las manos puestas en el reloj, sonriendo. La arena que caía era tan ínfima, que había que hacer un gran esfuerzo para percibirla. La niña no lo podía hacer, porque era muy pequeña y frente a sus ojos solo se veía el montón de arena. Pero estaba bien, la arena siempre había sido lo que le llamaba más la atención del gran reloj. Era muy extraña. Límpida, blanca, brillante… Pero cuando se acercaba y miraba más y más específicamente, hasta fijarse en solo un granito, se daba cuenta de que realmente no era blanca. Ninguno de los granos era igual, y nunca se le podía ver su color real hasta que se veía solo uno.
La niña estaba mirando la arena blanca, concentrándose en poder ver granitos de colores, mientras el relojero le daba una cajita de madera a la madre. Ella sacó de la misma un pequeño reloj de arena con adornos y cadena de oro, pero totalmente vacío. Ella se acercó a su hija para ponérselo, como sorpresa, en el cuello. Pero la pequeña solo lo miró con algo de interés. No tanto como el que le puso al relojero cuando lo vio en el escalón que, por un sistema de poleas, empezó a subir al hombre hacia el techo, en donde había una trampilla.
—¿¡Puedo ir, puedo ir!? —gritaba la niña al relojero, corriendo frente al escalón, y viendo hacia arriba, donde él abría la trampilla, hacía caer una escalera de madera hasta la base del escalón donde estaba, y subía al techo.
Su rostro volvió a aparecer desde el hueco de la trampilla, mirando sonriente a la pequeña.   
—Claro que sí, los de cuatro siempre suben —exclamó, y metió las manos con el fin de hacer caer el escalón hasta el suelo, y dar vueltas a las poleas para que sus mecanismos volvieran a bajar también.
Mientras la niña brincaba y gritaba de emoción, la madre enganchó de nuevo el escalón a las poleas, se subieron en él y le pidió que le diera la mano y se quedara quieta mientras subían.
El relojero les dio la mano cuando llegaron al techo, con toda caballerosidad, y luego les presentó con un gesto de manos y tono de voz entusiasta:
—¡El reloj del pueblo!
La niña aplaudió, mirando hacia la parte superior del reloj de arena. La madre se sonrió, y le abrazó antes de comentar:
—¡A que es precioso!
—¡Brilla mucho! —contestó ella. Cogió la mano de su madre y corrió hacia el vidrio. Miraba la arena con embeleso y, cuando descubrió que sus granos también eran blancos, tuvo que preguntar—: ¿Por qué no tiene colores?    
—Es usted muy observadora, doña damita —dijo el relojero, que las miraba desde una escalera curva y dorada, con barandal y pegada a un lado del reloj—. Es blanca porque es arena que no ha vivido. La tuya va a brillar tanto como ésa y, cuando la hagas vivir, tendrá colores y memorias para poder bajar.
A pesar de que solo tenía cuatro años, la niña entendió. Todos en ese pueblo entienden, desde muy pequeños, qué hacen los relojes de arena y, sobre todo, los granos en ellos.
—¿Y mi arena? —acusó la niña, enseñándole el pequeño reloj que tenía al cuello.
Él le pidió que se acercara con una mano, y la pequeña lo hizo.
—¿Quieres ayudarme a sacarla del reloj?
¡Por supuesto que la niña quería! El relojero le dio una cucharilla de muy largo mango, le tendió la mano para que se la tomara y los dos subieron hasta la cúspide del reloj, seguidos por la madre. Estaban rodeados por un barandal unos centímetros más alto que la niña, y del lado arriba de la calle. Pero la niña no temía, porque su madre y don Gafas estaban ahí, y ella solo miraba hacia la tapa de oro en que estaba subida y caminaba.
—¡Soy una enana! —rio.
—¡Una enana guapa! —contestó su madre.
—¡Sí!
Cuando llegaron al centro de la tapa del reloj de arena, se encontraron con un hueco de pocos centímetros. Sin que don Gafas tuviera que decirle algo, la niña entendió que tenía que meter la cucharilla por ese hueco y dar con su arena, más abajo.
—¿Qué es eso? —se sorprendió la niña, cuando sintió una corriente de aire caliente justo en el huequito.
—Memorias —explicó el relojero.
La niña se dio por enterada. Bajó la cucharilla, cogió arena y la sacó lentamente. Ésta se mantuvo dentro, el viento en el hueco no la movió. La niña miró en seguida hacia ella, ¡su arena! Era muy poca, pero ni su sombra hacía que dejara de brillar.
—¿Y ahora? —preguntó, temblando de expectación, sin poder dejar de sonreír.
—Y ahora —dijo don Gafas, tomando el pequeño reloj de arena que colgaba de su cuello. Lo abrió con presteza— yo meto la arena, —así lo hizo, todo granito cayó en éste—, y el reloj estará terminado… —cerró de nuevo la tapita— ¡Listo!
Ella lo miraba, muy fijamente y embelesada. Tanto, que vio como un granito, el primero de ellos y amarillo, cayó a la base inferior.
—¿¡Cómo sirve!? —gritó la pequeña.
—Sólo tómalo con fuerza entre las manos, cierra los ojos y podrás rememorarlo mejor que con la mente… —le explicó su mamá, casi tan emocionada como ella.
La niña así lo hizo y pudo sentir, pensar y emocionarse desde el momento en que caminaba de la mano con su madre hasta ese en que rememoró por primera vez. Dejó de tomar con fuerza su reloj de arena y se miró al espejo. Frente a ella estaba su segundo hijo, con sus cuatro años recién cumplidos, peinándose con más energía que tino.
—¿Emocionado? —le preguntó ella, tomando el cepillo mientras el niñito giraba sobre el taburete para tomar el reloj de arena de su madre, ese con algo de arena blanca, e incontables granos de colores.
—¡Sí!
La mujer sonrió y le dio un beso.
—No dejes ir ningún detalle, amor. Será el primer recuerdo que tendrás guardado en el reloj.

5 comentarios:

  1. Hola Esciam! Estoy echando un vistazo a tu blog! He leído Relojes de arena. Me encanta como retratas a la niña. Y también ese paso del tiempo fulminante de hija a mamá. Me ha gustado. ¡Saludos!

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    1. Hola linda, gracias por pasarte!

      Qué bueno que te gusto la niña y el twist. Algo de buenos recuerdos en la vida para las cumpleañeras, sí. Saludos!

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  2. Me ha gustado mucho, Esciam!! Tiene mucha magia. Siempre me han intrigado los relojes de arena, así que, me encantó.^^ Sabés transmitir muchas emociones y sentimientos.
    Besos.

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    1. Hola linda!
      Sentiste la "transmisión" de emociones y sentimientos? Genial!!!! Eso es algo que habla bien de un escrito, gracias por decírmelo! Y qué bueno que te gustó.

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