miércoles, 19 de junio de 2013

Al caer Constantinopla, 2/4






Al caer Constantinopla, segunda parte.


Siguiendo la dirección en que miraba su padre, Atenea se encontró con Nix allá arriba, frente a la luna que reinaba en la noche. Oscura, brumosa, con el vestido negro y brillante moviéndose al son del viento, los brazos extendidos a los lados. Ella los había estado escondiendo, como la oscuridad lo oculta todo. Lo había estado haciendo desde hacía un día, cuando ese lugar fue arbitrariamente escogido como el campamento.  
Pero Nix no iba a poder hacerlo por mucho más tiempo.
Aunque muchos querían, Atenea misma incluida, que como diosa de la sabiduría se pronunciara sobre lo que debían hacer, ella no tenía ni idea. Eso ya ni le horrorizaba. Prometeo tampoco sabía, pero tuvo un impulso y lo siguió con fe. Otras veces, ella misma habría confiando en ese impulso, pero ya no más. Ya no confiaba en nada, no se hacía ilusiones. Solo había una conclusión racional: nada más quedaba el Inframundo. Poseidón y muchos más se les habían adelantó, pero ese era el único “paso” que tenían realmente.
Atenea sabía que jamás iba a decir eso en voz alta. Como Hestia no decía que no quería enterrar a otro de los suyos, como Zeus no decía que se vio reflejado en el cuerpo de Poseidón y como Nix no bajaba a descansar.
Atenea acarició el brazo de su padre, pero él no pareció percibirlo. Sin más, la diosa volvió al campamento, mordiéndose el labio porque la pierna que casi le arrancaron estaba sanando lento y le dolía mucho al caminar.
 El lugar era descendente, cuevas rodeadas de espesos árboles, cerca de un peñasco y el mar. Estaban al sur del lugar en que el mar Negro y el Egeo se unían, en la costa asiática. Fuera y lo suficientemente lejos de Constantinopla.      
El campamento estaba engañosamente silencioso, lleno de llantos bajos, miradas idas y conversaciones susurradas. Los heridos habían sido tratados lo mejor posible, y dormían o estaban inconscientes. Algunos iban a morir. El único que parecía aún relucir era Ares, que había salido a inspeccionar el lugar, mientras su madre era curada por Ilitía… Maldito hijo de puta. Se enfureció Atenea, sin fuerzas siquiera para cerrar los puños. Hasta Hera se había puesto de escudo entre los monoteístas y sus hijas (las hermanas de Ares), mientras éste arremetía contra los ángeles. No murió, porque la guerra era su alimento. Su panteón cae y él tuvo un subidón de entusiasmo y fuerza en medio de eso….
Sin embargo, hasta Ares estaba pálido, sucio de tierra, sudor, sangre y vísceras. Todos estaban vestidos como humanos, despeinados; en mayor o menor medida, heridos. Atenea pasó al lado y hasta por encima de algunos. Muchos la miraban furtivamente y por eso ella  intentaba parecer tranquila, caminando erguida aunque renqueaba, pero sin querer acercarse a nadie.
O en verdad, solo quería estar con alguien en particular que no estaba ahí… Atenea dio un leve bufido, miró amablemente a unas niñas calisteñas que se abrazaban, hablando entre sí, y buscó con la mirada sin pensar. Más allá de unos centauros echados, recostado al lado de la entrada de la cueva, seguían estado Hefesto y Afrodita. No se habían movido en ese tiempo.
Poco antes de morir Poseidón, él ya se había recuperado lo suficiente como para sentarse y pensar, casi delirante, ideas de protecciones. Pero Afrodita había gritado y llorado, exigiéndole que descansara. Hefesto le hizo caso y desde ese momento, estuvieron abrazados. Afrodita no dejaba de temblar en ningún momento, ni de llorar. Y aún así, Atenea deseó el haber tenido ella su lugar. Ser abrazada y consolada.
Nadie parecía poder salir de ese trance, de esa miseria. Todos estaban tirados en el suelo, muy juntos y estáticos. Atenea deseaba poder hacerlo también, pero tuvo la idea de que no tendría con quién sentarse. Y eso le recordó la sensación de soledad al perder el Olimpo, y el desasosiego del conocer su situación.
Se sintió ahogar, y solo pudo pensar en buscar a Hestia… 
Comandados por la diosa del hogar, Asclepio, dos de sus hijas y otros pocos se habían hecho cargo del campamento y los heridos. Ellos estaban relativamente sanos. No habían sido tomados como amenazas, al contrario que la gran mayoría de los otros dioses que sí pelearon en su huida, o murieron en el intento.
Atenea tuvo que buscar a Hestia a pie, entre dioses, semidioses, ofídicos, licántropos, las musas… No quiso buscarla por su esencia, por ese sentirla dentro de ella y en su piel. Si lo hacía, podría sentir a todos los demás y su desolación se mezclaría con la propia, que apenas podía controlar.
Sabía que también estaba buscando a otros además de Hestia. Muchos estaban desaparecidos pero los más importantes para el panteón, además de Prometeo, eran Hermes y Delfos. Podían estar muertos, pero no los ha-bían visto morir. Y, aunque Atenea se repetía una y otra vez que era una ilusa al imaginar que alguno de ellos estaría ahí, justo al cambiar la dirección de su mirada; no podía evitar sentirse desilusionada cuando no era así.   
Hestia estaba dentro de la cueva. El olor de la tierra, especias, carne y verduras se mezclaba con el de la sangre y las infecciones. Ahí se encontraban varios heridos, los más graves, los que seguramente iban a morir. Pero Hestia no los estaba atendiendo. La diosa del hogar había hecho un fuerte fuego sobre el cual había una gran olla de sopa, que revolvía tomando un cucharón con ambas manos. El movimiento de Hestia era lento y sus brazos estaban crispados, como si le costara toda su fuerza hacer ese esfuerzo. Atenea creyó que tenía la cabeza baja porque miraba hacia la comida pero, al verla dar una cabezada seguida de un pequeño instante de acelerar un poco el movimiento con el cucharón, se dio cuenta de algo que había pasado por alto.
Desde que inició el asedio, Hestia no había parado de trabajar: sacando gente, ayudando heridos, hablando, dando de comer, abrazando, preparando cuerpos para la cremación…
Se llamó mil veces estúpida al darse cuenta que no había previsto que Hestia estaba cansada, que había sufrido todas esas pérdidas también, y que ella iba egoístamente hacia la diosa del hogar en busca de consuelo.
Atenea aceleró el paso, el dolor de la pierna se incrementó como su renqueo, pero no le importó. Hestia no se dio cuenta de su presencia hasta que tomó el cucharón e intentó evitar que se lo quitara.
—Ati, ¿qué haces…? Tienes que cuidar esa pierna. Ve y descansa. —le mandó, sin mirarle a la cara, aún con la cabeza gacha. Los largos cabellos rubios le caían a los lados, sucios y aceitosos  — Pronto estará…
—Yo la termino, no te… —pero Hestia tomó con más fuerza el cucharón.
—Ve a descansar.
—Hestia, por favor…
—No puedo… —La voz se le había roto al final, y Atenea la vio tomar aire con fuerza.
El llanto salió de Hestia tan fuerte como la manera en que la abrazó. Las piernas de la diosa del hogar no podían sostenerla y caía al suelo, el cuerpo convulsionado por cada ola de llanto. «No puedo, no puedo» decía cada tanto, entre hipidos, agarrando tan fuerte a Atenea que le incrustaba las uñas en la piel, temblando sin control.
Aunque algo asombrada Atenea entendía qué pasaba, porque sentía también esa impotencia entre tanto dolor, esa que le decía que ni aun siendo fuerte, podía lograr realmente cumplir algo. Pero controló su llanto, porque si lloraba Hestia la iba a consolar en vez de dejarse ser abrazada, arrullada y consolada por Atenea.
La sopa se resecó antes de que pudieran controlar el llanto.   

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