Al caer Constantinopla, tercera parte
Atenea
volvió a maldecir mentalmente a Hermes, ya que el dios de los mensajeros,
viajeros y ladrones había desaparecido desde que el Olimpo dejó de existir.
¡Cobarde!
Gritó en su mente Atenea, y el cuerpo se le tensó de rabia. La realidad no
dejaba de darles reveses. Justo tenía que ser ese egoísta e infantil dios el que
necesitaban para poder sobrevivir. ¡Cómo deseaba ser ella la que estuviera en su
posición! Para Atenea, era mucho peor la impotencia que tener una pesada
responsabilidad.
Es
más, si no hubiera tenido algo qué hacer, no habría podido sobrevivir a sí
misma, su mente y corazón desolado. Se había hecho cargo de varias tareas, y
aunque eran trabajos destinados a los sirvientes en mayor medida, estaba agradecida
de que siempre había algo más qué hacer.
En ese
momento, y mientras maldecía mentalmente a Hermes, estaba prendiendo fuego a estacas
que había puesto en donde estaban los heridos. Atenea se había dado cuenta de
que perdió gran parte de su visión nocturna desde la noche anterior. Y eso que
ella era una diosa mayor. Asclepio y los otros sanadores debían estar en peor situación.
Mientras
volvía a la cueva para dejar el tronco en el hogar, Atenea miró hacia el cielo.
El atardecer estaba acabando, el viento frío arreciaba por el campamento y los
árboles susurraban con fiereza en respuesta.
Atenea
se frotó los brazos con las manos en la intimidad de la cueva. No había sentido
realmente el frío desde hacía más de mil años.
No
pudo evitar recordar a Eolo al oír el “cántico caótico de los árboles”, como él
le llamaba…
Atenea
se mandó a dar con una nueva tarea de la cuál hacerse cargo. Sabía que pronto
daría con algo. Había poco más de dos mil seres solo en esa colina, donde estaba
el campamento improvisado. Aunque ellos no eran los que más necesitaban su
ayuda. Por más que vivían su peor momento, tenían comida y atuendo
proporcionados por Hestia y Démeter, cuidado médico de Asclepio y los suyos,
protecciones mágicas por Nix, Hefesto y Artemisa; además de los honores
fúnebres oficiados por su padre.
La
otra mitad del panteón estaba desperdigado por lugares recónditos de Europa o
Asia, algunos en Constantinopla aún. Muchos de ellos debían estar heridos, algunos
de mortal gravedad, y todos con gran dolor en el alma y rogando para que sus
dioses le socorrieran.
Atenea
se masajeó compulsivamente el rostro y respiró hondo, escondida en sus manos,
oliendo la tierra, sangre y especias de sus palmas. Se inculpó nuevamente de no
tener la fuerza de voluntad para abrirse al panteón, porque el horror de sentir
ese dolor, ese reclamo y súplica era más fuerte que ella misma.
¡Por
eso maldecía al estúpido cobarde de Hermes! Sin su dios de los viajeros, y después
del brutal ataque, los dioses ya no podían aparecer y desaparecer a su antojo
ellos mismos, menos a otras personas. Solo Hermes podía movilizarse entre ese
campamento y los demás. Y, también, solo él podía cambiar de localización a
todos los dos mil seres de ahí. Hermes era el único que les podía ayudar a huir
sin el inconveniente de estar desprotegidos en el camino. Con él, solo
desaparecerían de ahí y aparecerían en otro lugar seguro, hasta que fuera
momento de irse nuevamente.
Pero
de nada servía que estuviera deseando y maldiciendo a Hermes. Hasta Ares se había
dado cuenta de que era hora de planear según la realidad que tenían.
—¡Deja
de jugar a la maldita plebeya, y por lo menos pon algo de orden en las
vigilancias! —le había gritado el dios de la guerra, cuando se la había
encontrado en un empinado camino en el bosque. Junto a unas ninfas acuáticas y
otros, llevaba agua hacia el campamento.
—Nix y
tú ya lo han hecho. Mis lechuzas se posicionarán en la noche… Ahora, aparta de
mi camino.
Ambos se
habían sorprendido de lo bien que se llevaban en una situación tan difícil.
Antes
de quemar los cuerpos de los últimos muertos a media tarde, Zeus les había
pedido a los dos que fuera a su campaña después de cenar, para que decidiera su
estrategia de huida.
…
Repartir la comida para la cena. Ya había dado con la actividad que necesitaba
para olvidar todo por un instante, mientras se hacía cargo de ella.
Salió
de la cueva. En el camino, cogió una de las estacas con fuego, para iluminar el
trillo que tenía que hacer hacia donde estaba Démeter y sus frutas.
Sintió
la mirada de todos en el cuerpo, y vergüenza al imaginar sus pensamientos. Una
diosa que necesitaba el fuego para poder ver… Alguien la tomó fuerte del brazo.
En
condiciones comunes, Atenea habría hecho una intentona de golpear a quien fuera
que la tocaba tan intempestivamente. Pero, esa vez solo dio un respingo y miró
hacia la dirección del movimiento con un retortijón de temor en la boca del
estómago.
Cuando
vio de quién se trataba, el alivio y enojo la inundaron a partes iguales. Tiró
con brusquedad la antorcha al suelo y, aunque igual pudo haberle dado un
puñetazo, terminó abrazándolo con fuerza.
—¡Estúpido
inconsciente, temíamos que estuvieras muerto! —le exclamaba, sus ojos húmedos
de la emoción. Lo soltó rápidamente y le tomó los hombros, como intentando
evitar que se le escapara. Mirándole directamente a los ojos, muy severa, le
preguntó—: ¿Dónde has estado todo este tiempo, Hermes?
Si había buscado algún retazo de disculpa en
él, no lo encontró, aunque la poca luz que le quedaba al día podía haberle
hecho perderse matices de su rostro. Lo único que pudo vislumbrar era su barba
irregular y cansancio en una mirada que solía ser muy vivaz.
—Aquí
y allá… —hasta se había encogido levemente de hombros.
El
enojo ganó al alivio. Le tomó con más fuerza, y respiró con dificultad al
controlar su tono de voz.
—¿¡Cómo
puedes…!? —Pero la tan repentina sensación de la desaparición la hizo callar.
Cuando
aparecieron, Atenea soltó a Hermes, desubicada. Dio vuelta sobre su eje y miró
hacia arriba y a los lados, pero solo vio un bosque de árboles espaciados y el
atardecer. Podía ser cualquier lugar lo suficientemente lejos del campamento
como para tener una diferencia horaria.
Su pie
topó con algo y al mirar hacia ese lugar, el mundo se movió a su alrededor, y
el dolor llenó su pecho, ahogada porque no podía respirar ni moverse. Pero por
fin aspiró aire y se movió al recordar en su mente, que ella era capaz de
revertir la muerte de Prometeo.
Sin entender
lo que Hermes le estaba diciendo, no dejó ni un pensamiento en las cosas
tiradas alrededor de Prometeo ni en la joven acostada en el suelo junto a él.
Se
agachó, prácticamente cayó a su lado. No inspeccionó sus heridas. No había luz
suficiente para eso, y tampoco quería centrarse mucho en las quemaduras y piel
derretida de un lado de su cuerpo. Desesperada y con menos delicadeza de lo que
había deseado, movió a Prometeo para que estuviera de espaldas a ella. Le
arrancó la poca tela que aún cubría su cuerpo y, luego, le quitó la tierra de
la piel.
Se
desinfló de alivio. El hechizo seguía intacto. Se trataba de una franja tatuada,
hecha por líneas sinuosas que hacían y encadenaban símbolos, por encima de la columna
vertebral, la espalda y subiendo hasta el centro de la cabeza.
Atenea
había acariciando la piel del tatuaje, y terminó apoyando las palmas en él, con
los ojos cerrados. Estaba tan confundida por sus emociones, que no podía dar
con el hechizo hablado necesario para accionar el tatuaje. Le costó más de lo
que esperaba tranquilizarse lo suficiente para desatar el bloqueo mental.
Cuando logró recordar el hechizo, empezó a susurrarlo y a dar de su energía a
Prometeo para ayudarlo a revivir. Y no dejó su posición ni para secarse las
lágrimas de su rostro.
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