Al
caer Constantinopla, primer
parte
30 de
mayo, 1453 dc.
El cuerpo empezó a
disolverse tenuemente, con cada pequeña ola de la marea que lo tocaba y se
llevaba un poco de él de vuelta atrás, hacia el oscuro fondo. Como si siempre
hubiera sido agua y volviera al fin a su estado original. Fue algo que Atenea
no se esperó pero que sintió natural, igual que ver el reflejo del cielo al
amanecer en el mar, o el aparecer de la espuma cuando las olas tocaban con
fuerza las piedras.
El cuerpo de Poseidón
fusionándose con su razón de ser, mientras una ker se había llevado su psique
al Tártaro. Una sonrisa triste apareció en el rostro ido de Atenea. El alma al infierno, le diría los
monoteístas, pensaba.
Era algo tan absurdo,
estúpidamente natural. Poseidón había muerto en la guerra. Tenía cuerpo, podía
morir, lo hizo y ahora éste se fusionaba con el mar. ¡Pero era un Dios mayor,
un rey! Parecía gritarle su desasosiego… Pero un rey con cuerpo, se respondía
crudamente.
Como todos, como ella
misma.
¡Tan absurdo y real!
¡Tan terrorífico!
Un hueco en su pecho la
hizo tener problemas para respirar. Se abrazó la cintura con un brazo y puso
una mano en su cuello, muy tensa. Era tanto el dolor, que le irradiaba a la
garganta. Dejó de respirar por unos segundos, al sentir que si tomaba aire iba
a resquebrajarse y el dolor la llenaría por completo. Eso no podía soportarlo.
Nunca se iba a permitir ese tipo de llanto, nunca más.
Meneó su cabeza, los
bucles de su cabello latiguearon en su rostro, luego tomó aire con fuerza y se
sintió algo aliviada al poder contener el llanto.
Vio hacia un lado.
Estaba a la derecha de su padre, a menos de un metro de distancia. Él miraba
hacia el cielo con los ojos muy abiertos, la boca estática, como a punto de
exclamar algo sin poder hacerlo. Su rostro pálido y la barba sucia de sangre.
Atenea sufrió un escalofrío y tuvo que desviar la mirada.
Recordó que esa sangre
era de Poseidón. Revivió el cómo, cuando Asclepio levantó la mirada y dijo que
no podía sanarlo, que había muerto; Zeus había abrazado y zarandeado el cuerpo
del rey del mar en un arranque de histeria. Y terminó con un suave llanto,
mientras reposaba su cabeza en el pecho inerte.
Luego se había
levantado, tomado el cuerpo en sus brazos y, sin pedir perdón o permiso, pero
siempre en un silencio solemne; caminó hacia el barranco, susurró unas palabras
dirigidas a Hades y tiró el cuerpo de Poseidón al agua.
Atenea lo había
seguido, como muchos otros que le pedían o exigían una ceremonia fúnebre. Pero,
después de un tiempo en que Zeus no atendió a razones y nadie hizo algo por
rescatar el cuerpo, ya todos habían vuelto al campamento y Atenea era la única
a su lado.
—Deberíam… —empezó a
decir, pero su voz le salió estrangulada. Cerró la boca al darse cuenta que
volver al campamento era totalmente inútil, y que ninguna posible acción
parecía acertada a largo plazo.
Por más que Prometeo
desapareció hacía unos días, después de jurarle que ella siempre había tenido
la respuesta para sobrevivir y que él debía hacer alguno de sus inciertos
planes; Atenea estaba segura de que el titán por fin había caído en la locura.
Alguien en sus cabales debió haber perdido la esperanza en esa situación. Pero,
lo peor era que Prometeo no parecía ser consciente de que si era atacado por un
ángel, nunca más se levantaría de la muerte. Era un inconsciente estúpido.
Cuando supo que se iba a alejar del grupo, ella intentó frenarlo a la desesperada.
Le tomó del brazo con fuerza y le gritó airada, por encima de todo el ruido:
—¡Quédate por una vez
en tu maldita vida, y pelea! —pero, como supo desde siempre que era en vano,
terminó cerrando los ojos, le soltó el brazo en un arrebato y le recriminó con
un grito agudo—. ¡Cobarde!
Él solo le había
sonreído tristemente, y comentó como si no estuvieran rodeados de gritos, el
olor a sangre, sablazos agudos, luces que quemaban y seres corriendo y
llorando.
—Poseidón necesita tu
ayuda.
En el instante que
Atenea miró hacia donde le enseñaba, Prometeo se había alejado. Ella le vio ir
hacia la muralla de la ciudad, pero no le siguió. Atenea había pateado el suelo,
escupido un juramento pero lo dejó ir, maldiciéndole.
Casi perdió una pierna
ayudando a Poseidón. Y al final no sirvió de nada, pues el rey del mar había
muerto… Ya casi no quedaba cuerpo entre tanta agua.
No se mintió más, y se
dejó pensar que deseaba haber perdido la cordura como Prometeo. Aunque seguía
terriblemente enojada con él, ya no se censuraba al admitir que se arrepentía
de no ser por una vez cobarde e ilusa, simplemente poder seguirle en lo que
fuera que él pensara hacer. Para haber permanecido juntos.
Pero Prometeo tampoco
le pidió que lo acompañara. Posiblemente, supo que Atenea jamás dejaría una
guerra si podía ayudar a alguien que la necesitaba, como también debió saber
que ella haría ese sacrificio en vano.
Quedarse a pelear siempre
fue un suicidio. Los dos pueblos humanos podían estarse matando entre sí por
años, pero el panteón monoteísta nunca estaba en guerra entre sí. Esas dos
religiones compartían a los ángeles, algunos profetas, al mismo Dios. Los
humanos no lo entendían y los usaban como excusas para la guerra; pero sus
seres divinos solían serse fieles. Y cuando estuvieron juntos en un mismo
lugar, atacaron contra los grecorromanos en un asedio de semanas.
¡Como si hubieran
tenido alguna necesidad! No eran una amenaza, ya prácticamente estaban
extintos. Solo habían sobrevivido tanto porque se escondían en un Olimpo que
había perdido mucho de su territorio y esplendor en esas centurias. Nada más
salían para hacer pequeñas excursiones según sus caprichos o funciones. Ares
enseñaba a pelear y mandaba a matar en su nombre; Zeus seguía procreando hijos,
Hefesto seguía construyendo objetos necesarios, Démeter siempre daba cosechas a
los buenos agricultores, Hermes robaba, Afrodita juntando parejas, Dionisios
parecía ausente en sus borracheras…
Mendigos que antes
fueron reyes. Se alimentaban de las sobras que obtenían, de la vida y
naturaleza a su alrededor, además de los pocos y escondidos fieles que
quedaban: seres y semidioses de su pueblo, que debían creer porque eran parte
de ellos. Pero, sobre todo, se alimentaban de los templos que los humanos no
destruyeron y de la devoción que esos lugares aún recibían. Aunque los humanos
rezaran a otros Dioses y seres eran sus templos, su tierra… Ese lugar que hacía
unas horas perdieron.
Constantinopla había
caído frente a los turcos. Para los grecorromanos, eso solo significaba una
doble presencia de los monoteístas en sus tierras. Y esas nuevas presencias no
eran apáticas para con ellos.
Los ángeles empezaron a
matar y asimilar a algunos de sus seres, con tanta rapidez y pulcritud que
aunque Atenea, Hestia, Prometeo, Hermes y muchos otros reaccionaron al
instante, con el afán de sacarlos de las tierras, fue demasiado tarde. Duraron
semanas viendo cada vez más cadáveres, menos seres vivos recuperados, teniendo
siempre más pérdidas. Rae, Gea, Eolo… muchos, hasta la caída de Poseidón.
Fue una masacre y
perdieron a tantos, hasta el punto que el Olimpo mismo desapareció. Los dioses
fueron expulsados al mundo y los ángeles dieron con ellos. Atenea, que había
estado dejando a unas ninfas en un sitio fuera de Constantinopla, lo sintió al
instante. Fue un dolor íntimo, hondo y solitario. Uno que nunca podría
explicar. Perdió el hogar y fue sustituido por una emoción de vulnerabilidad
que nunca antes había tenido. Fue consciente de que no solo no tenía refugio,
sino de que era mortal y que iba a morir.
Fue hacia donde estaban
los dioses recién expulsados solo para intentar huir de esa terrible sensación.
No fue la única en sentir ese impulso, muchos dioses también lo hicieron y
algunos de los seres del panteón también. Solo de esa manera, juntos, pudieron
alejarse de los ángeles.
Pero el Olimpo ya no
estaba. No, no podrían pelear, pero tampoco huir. Solo esconderse. Y eso era lo
que ha-cían hasta que supieran qué hacer.
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