lunes, 17 de junio de 2013

Al caer Constantinopla, 1/4





Al caer Constantinopla, primer parte


30 de mayo, 1453 dc.

El cuerpo empezó a disolverse tenuemente, con cada pequeña ola de la marea que lo tocaba y se llevaba un poco de él de vuelta atrás, hacia el oscuro fondo. Como si siempre hubiera sido agua y volviera al fin a su estado original. Fue algo que Atenea no se esperó pero que sintió natural, igual que ver el reflejo del cielo al amanecer en el mar, o el aparecer de la espuma cuando las olas tocaban con fuerza las piedras.
El cuerpo de Poseidón fusionándose con su razón de ser, mientras una ker se había llevado su psique al Tártaro. Una sonrisa triste apareció en el rostro ido de Atenea. El alma al infierno, le diría los monoteístas, pensaba.
Era algo tan absurdo, estúpidamente natural. Poseidón había muerto en la guerra. Tenía cuerpo, podía morir, lo hizo y ahora éste se fusionaba con el mar. ¡Pero era un Dios mayor, un rey! Parecía gritarle su desasosiego… Pero un rey con cuerpo, se respondía crudamente.
Como todos, como ella misma.
¡Tan absurdo y real! ¡Tan terrorífico!
Un hueco en su pecho la hizo tener problemas para respirar. Se abrazó la cintura con un brazo y puso una mano en su cuello, muy tensa. Era tanto el dolor, que le irradiaba a la garganta. Dejó de respirar por unos segundos, al sentir que si tomaba aire iba a resquebrajarse y el dolor la llenaría por completo. Eso no podía soportarlo. Nunca se iba a permitir ese tipo de llanto, nunca más.
Meneó su cabeza, los bucles de su cabello latiguearon en su rostro, luego tomó aire con fuerza y se sintió algo aliviada al poder contener el llanto.
Vio hacia un lado. Estaba a la derecha de su padre, a menos de un metro de distancia. Él miraba hacia el cielo con los ojos muy abiertos, la boca estática, como a punto de exclamar algo sin poder hacerlo. Su rostro pálido y la barba sucia de sangre. Atenea sufrió un escalofrío y tuvo que desviar la mirada.
Recordó que esa sangre era de Poseidón. Revivió el cómo, cuando Asclepio levantó la mirada y dijo que no podía sanarlo, que había muerto; Zeus había abrazado y zarandeado el cuerpo del rey del mar en un arranque de histeria. Y terminó con un suave llanto, mientras reposaba su cabeza en el pecho inerte.
Luego se había levantado, tomado el cuerpo en sus brazos y, sin pedir perdón o permiso, pero siempre en un silencio solemne; caminó hacia el barranco, susurró unas palabras dirigidas a Hades y tiró el cuerpo de Poseidón al agua.      
Atenea lo había seguido, como muchos otros que le pedían o exigían una ceremonia fúnebre. Pero, después de un tiempo en que Zeus no atendió a razones y nadie hizo algo por rescatar el cuerpo, ya todos habían vuelto al campamento y Atenea era la única a su lado.
—Deberíam… —empezó a decir, pero su voz le salió estrangulada. Cerró la boca al darse cuenta que volver al campamento era totalmente inútil, y que ninguna posible acción parecía acertada a largo plazo.
Por más que Prometeo desapareció hacía unos días, después de jurarle que ella siempre había tenido la respuesta para sobrevivir y que él debía hacer alguno de sus inciertos planes; Atenea estaba segura de que el titán por fin había caído en la locura. Alguien en sus cabales debió haber perdido la esperanza en esa situación. Pero, lo peor era que Prometeo no parecía ser consciente de que si era atacado por un ángel, nunca más se levantaría de la muerte. Era un inconsciente estúpido. Cuando supo que se iba a alejar del grupo, ella intentó frenarlo a la desesperada. Le tomó del brazo con fuerza y le gritó airada, por encima de todo el ruido:
—¡Quédate por una vez en tu maldita vida, y pelea! —pero, como supo desde siempre que era en vano, terminó cerrando los ojos, le soltó el brazo en un arrebato y le recriminó con un grito agudo—. ¡Cobarde!  
Él solo le había sonreído tristemente, y comentó como si no estuvieran rodeados de gritos, el olor a sangre, sablazos agudos, luces que quemaban y seres corriendo y llorando.
—Poseidón necesita tu ayuda.
En el instante que Atenea miró hacia donde le enseñaba, Prometeo se había alejado. Ella le vio ir hacia la muralla de la ciudad, pero no le siguió. Atenea había pateado el suelo, escupido un juramento pero lo dejó ir, maldiciéndole.
Casi perdió una pierna ayudando a Poseidón. Y al final no sirvió de nada, pues el rey del mar había muerto… Ya casi no quedaba cuerpo entre tanta agua.
No se mintió más, y se dejó pensar que deseaba haber perdido la cordura como Prometeo. Aunque seguía terriblemente enojada con él, ya no se censuraba al admitir que se arrepentía de no ser por una vez cobarde e ilusa, simplemente poder seguirle en lo que fuera que él pensara hacer. Para haber permanecido juntos.
Pero Prometeo tampoco le pidió que lo acompañara. Posiblemente, supo que Atenea jamás dejaría una guerra si podía ayudar a alguien que la necesitaba, como también debió saber que ella haría ese sacrificio en vano.     
Quedarse a pelear siempre fue un suicidio. Los dos pueblos humanos podían estarse matando entre sí por años, pero el panteón monoteísta nunca estaba en guerra entre sí. Esas dos religiones compartían a los ángeles, algunos profetas, al mismo Dios. Los humanos no lo entendían y los usaban como excusas para la guerra; pero sus seres divinos solían serse fieles. Y cuando estuvieron juntos en un mismo lugar, atacaron contra los grecorromanos en un asedio de semanas.
¡Como si hubieran tenido alguna necesidad! No eran una amenaza, ya prácticamente estaban extintos. Solo habían sobrevivido tanto porque se escondían en un Olimpo que había perdido mucho de su territorio y esplendor en esas centurias. Nada más salían para hacer pequeñas excursiones según sus caprichos o funciones. Ares enseñaba a pelear y mandaba a matar en su nombre; Zeus seguía procreando hijos, Hefesto seguía construyendo objetos necesarios, Démeter siempre daba cosechas a los buenos agricultores, Hermes robaba, Afrodita juntando parejas, Dionisios parecía ausente en sus borracheras…
Mendigos que antes fueron reyes. Se alimentaban de las sobras que obtenían, de la vida y naturaleza a su alrededor, además de los pocos y escondidos fieles que quedaban: seres y semidioses de su pueblo, que debían creer porque eran parte de ellos. Pero, sobre todo, se alimentaban de los templos que los humanos no destruyeron y de la devoción que esos lugares aún recibían. Aunque los humanos rezaran a otros Dioses y seres eran sus templos, su tierra… Ese lugar que hacía unas horas perdieron. 
Constantinopla había caído frente a los turcos. Para los grecorromanos, eso solo significaba una doble presencia de los monoteístas en sus tierras. Y esas nuevas presencias no eran apáticas para con ellos.
Los ángeles empezaron a matar y asimilar a algunos de sus seres, con tanta rapidez y pulcritud que aunque Atenea, Hestia, Prometeo, Hermes y muchos otros reaccionaron al instante, con el afán de sacarlos de las tierras, fue demasiado tarde. Duraron semanas viendo cada vez más cadáveres, menos seres vivos recuperados, teniendo siempre más pérdidas. Rae, Gea, Eolo… muchos, hasta la caída de Poseidón.
Fue una masacre y perdieron a tantos, hasta el punto que el Olimpo mismo desapareció. Los dioses fueron expulsados al mundo y los ángeles dieron con ellos. Atenea, que había estado dejando a unas ninfas en un sitio fuera de Constantinopla, lo sintió al instante. Fue un dolor íntimo, hondo y solitario. Uno que nunca podría explicar. Perdió el hogar y fue sustituido por una emoción de vulnerabilidad que nunca antes había tenido. Fue consciente de que no solo no tenía refugio, sino de que era mortal y que iba a morir.
Fue hacia donde estaban los dioses recién expulsados solo para intentar huir de esa terrible sensación. No fue la única en sentir ese impulso, muchos dioses también lo hicieron y algunos de los seres del panteón también. Solo de esa manera, juntos, pudieron alejarse de los ángeles.        
Pero el Olimpo ya no estaba. No, no podrían pelear, pero tampoco huir. Solo esconderse. Y eso era lo que ha-cían hasta que supieran qué hacer.



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