Al caer Constantinopla, segunda parte.
Siguiendo
la dirección en que miraba su padre, Atenea se encontró con Nix allá arriba,
frente a la luna que reinaba en la noche. Oscura, brumosa, con el vestido negro
y brillante moviéndose al son del viento, los brazos extendidos a los lados. Ella
los había estado escondiendo, como la oscuridad lo oculta todo. Lo había estado
haciendo desde hacía un día, cuando ese lugar fue arbitrariamente escogido como
el campamento.
Pero
Nix no iba a poder hacerlo por mucho más tiempo.
Aunque
muchos querían, Atenea misma incluida, que como diosa de la sabiduría se
pronunciara sobre lo que debían hacer, ella no tenía ni idea. Eso ya ni le horrorizaba.
Prometeo tampoco sabía, pero tuvo un impulso y lo siguió con fe. Otras veces,
ella misma habría confiando en ese impulso, pero ya no más. Ya no confiaba en
nada, no se hacía ilusiones. Solo había una conclusión racional: nada más quedaba
el Inframundo. Poseidón y muchos más se les habían adelantó, pero ese era el
único “paso” que tenían realmente.
Atenea
sabía que jamás iba a decir eso en voz alta. Como Hestia no decía que no quería
enterrar a otro de los suyos, como Zeus no decía que se vio reflejado en el
cuerpo de Poseidón y como Nix no bajaba a descansar.
Atenea
acarició el brazo de su padre, pero él no pareció percibirlo. Sin más, la diosa
volvió al campamento, mordiéndose el labio porque la pierna que casi le arrancaron
estaba sanando lento y le dolía mucho al caminar.
El lugar era descendente, cuevas rodeadas de
espesos árboles, cerca de un peñasco y el mar. Estaban al sur del lugar en que
el mar Negro y el Egeo se unían, en la costa asiática. Fuera y lo
suficientemente lejos de Constantinopla.
El
campamento estaba engañosamente silencioso, lleno de llantos bajos, miradas
idas y conversaciones susurradas. Los heridos habían sido tratados lo mejor
posible, y dormían o estaban inconscientes. Algunos iban a morir. El único que
parecía aún relucir era Ares, que había salido a inspeccionar el lugar,
mientras su madre era curada por Ilitía… Maldito
hijo de puta. Se enfureció Atenea, sin fuerzas siquiera para cerrar los puños.
Hasta Hera se había puesto de escudo entre los monoteístas y sus hijas (las
hermanas de Ares), mientras éste arremetía contra los ángeles. No murió, porque
la guerra era su alimento. Su panteón cae y él tuvo un subidón de entusiasmo y
fuerza en medio de eso….
Sin
embargo, hasta Ares estaba pálido, sucio de tierra, sudor, sangre y vísceras. Todos
estaban vestidos como humanos, despeinados; en mayor o menor medida, heridos. Atenea
pasó al lado y hasta por encima de algunos. Muchos la miraban furtivamente y por
eso ella intentaba parecer tranquila, caminando
erguida aunque renqueaba, pero sin querer acercarse a nadie.
O en
verdad, solo quería estar con alguien en particular que no estaba ahí… Atenea
dio un leve bufido, miró amablemente a unas niñas calisteñas que se abrazaban,
hablando entre sí, y buscó con la mirada sin pensar. Más allá de unos centauros
echados, recostado al lado de la entrada de la cueva, seguían estado Hefesto y
Afrodita. No se habían movido en ese tiempo.
Poco
antes de morir Poseidón, él ya se había recuperado lo suficiente como para
sentarse y pensar, casi delirante, ideas de protecciones. Pero Afrodita había
gritado y llorado, exigiéndole que descansara. Hefesto le hizo caso y desde ese
momento, estuvieron abrazados. Afrodita no dejaba de temblar en ningún momento,
ni de llorar. Y aún así, Atenea deseó el haber tenido ella su lugar. Ser
abrazada y consolada.
Nadie
parecía poder salir de ese trance, de esa miseria. Todos estaban tirados en el
suelo, muy juntos y estáticos. Atenea deseaba poder hacerlo también, pero tuvo
la idea de que no tendría con quién sentarse. Y eso le recordó la sensación de
soledad al perder el Olimpo, y el desasosiego del conocer su situación.
Se
sintió ahogar, y solo pudo pensar en buscar a Hestia…
Comandados
por la diosa del hogar, Asclepio, dos de sus hijas y otros pocos se habían
hecho cargo del campamento y los heridos. Ellos estaban relativamente sanos. No
habían sido tomados como amenazas, al contrario que la gran mayoría de los
otros dioses que sí pelearon en su huida, o murieron en el intento.
Atenea
tuvo que buscar a Hestia a pie, entre dioses, semidioses, ofídicos,
licántropos, las musas… No quiso buscarla por su esencia, por ese sentirla
dentro de ella y en su piel. Si lo hacía, podría sentir a todos los demás y su
desolación se mezclaría con la propia, que apenas podía controlar.
Sabía
que también estaba buscando a otros además de Hestia. Muchos estaban
desaparecidos pero los más importantes para el panteón, además de Prometeo,
eran Hermes y Delfos. Podían estar muertos, pero no los ha-bían visto morir. Y,
aunque Atenea se repetía una y otra vez que era una ilusa al imaginar que
alguno de ellos estaría ahí, justo al cambiar la dirección de su mirada; no
podía evitar sentirse desilusionada cuando no era así.
Hestia
estaba dentro de la cueva. El olor de la tierra, especias, carne y verduras se
mezclaba con el de la sangre y las infecciones. Ahí se encontraban varios
heridos, los más graves, los que seguramente iban a morir. Pero Hestia no los
estaba atendiendo. La diosa del hogar había hecho un fuerte fuego sobre el cual
había una gran olla de sopa, que revolvía tomando un cucharón con ambas manos. El
movimiento de Hestia era lento y sus brazos estaban crispados, como si le
costara toda su fuerza hacer ese esfuerzo. Atenea creyó que tenía la cabeza
baja porque miraba hacia la comida pero, al verla dar una cabezada seguida de
un pequeño instante de acelerar un poco el movimiento con el cucharón, se dio
cuenta de algo que había pasado por alto.
Desde
que inició el asedio, Hestia no había parado de trabajar: sacando gente, ayudando
heridos, hablando, dando de comer, abrazando, preparando cuerpos para la
cremación…
Se
llamó mil veces estúpida al darse cuenta que no había previsto que Hestia
estaba cansada, que había sufrido todas esas pérdidas también, y que ella iba egoístamente
hacia la diosa del hogar en busca de consuelo.
Atenea
aceleró el paso, el dolor de la pierna se incrementó como su renqueo, pero no
le importó. Hestia no se dio cuenta de su presencia hasta que tomó el cucharón
e intentó evitar que se lo quitara.
—Ati, ¿qué
haces…? Tienes que cuidar esa pierna. Ve y descansa. —le mandó, sin mirarle a
la cara, aún con la cabeza gacha. Los largos cabellos rubios le caían a los lados,
sucios y aceitosos — Pronto estará…
—Yo la
termino, no te… —pero Hestia tomó con más fuerza el cucharón.
—Ve a
descansar.
—Hestia,
por favor…
—No
puedo… —La voz se le había roto al final, y Atenea la vio tomar aire con
fuerza.
El
llanto salió de Hestia tan fuerte como la manera en que la abrazó. Las piernas
de la diosa del hogar no podían sostenerla y caía al suelo, el cuerpo
convulsionado por cada ola de llanto. «No
puedo, no puedo» decía cada tanto, entre hipidos, agarrando tan fuerte a
Atenea que le incrustaba las uñas en la piel, temblando sin control.
Aunque
algo asombrada Atenea entendía qué pasaba, porque sentía también esa impotencia
entre tanto dolor, esa que le decía que ni aun siendo fuerte, podía lograr
realmente cumplir algo. Pero controló su llanto, porque si lloraba Hestia la
iba a consolar en vez de dejarse ser abrazada, arrullada y consolada por Atenea.
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