sábado, 29 de junio de 2013

Al caer Constantinopla, 4/4




Al caer Constantinopla, parte final

Atenea nunca recordaría el momento en que se durmió, pero sí que sintió sueño y debilidad mientras terminaba el hechizo. Lo que siempre recordaría, fue que cuando despertó alguien le tomaba la mano. Se sentó tan rápido que tuvo un mareo y eso la asustó. Inconscientemente, tomó con más fuerza la mano que estaba en la suya, y cuando vio de quién era, no pudo dejar de pensar “Está bien, vivo. ¡Dioses, con tan poca energía, su tatuaje no debió…! No tiene ni cicatrices, ¡Por Asclepio! Está vivo…
—Está bien. Solo te sientes un poco débil… —y luego, tal vez dándose cuenta de que Atenea no le oía, sonrió con ternura y simplemente la abrazó.
Ella le abrazó de vuelta, sintiendo como su cuerpo se destensaba, su pecho se aflojaba y el dolor, incertidumbre y miedo eran sustituidos por un calor confortable. Con el rostro enterrado en su hombro, oliendo su aroma y sintiendo su cuerpo abrazado al de ella, dejó ir una pequeña carcajada.
—Estás loco.
—Y no sabes cuánto.
El humor en la voz de Prometeo la hizo sonreír. Y por una vez en esos días, sus ojos se humedecieron de felicidad.
… Tal vez sí había logrado perder un poco la cordura después de todo, porque no le importó el panteón y nada más por varios minutos que estuvo en ese abrazo. Aún cuando parte de su mente sabía que, algún lugar afuera de su tienda (confusamente, se había dado cuenta que era ahí donde estaba, iluminada por la luz del día), su padre y Ares habían estado esperando por lo menos una noche por ella; Atenea no sintió que nada fuera más importante que seguir siendo abrazada.
 
-o-

—Libros… —tuvo que decir Atenea.
Fue casi una pregunta, como si creyera que debía estar errada por más que los mencionados libros estuvieran primorosamente apilados a la par de la tela que fungía como cama.
Prometeo le asintió, muy tranquila y severamente.
Atenea se llevó dos dedos por encima de su ceja un instante y hasta dio un par de pasos de un lado al otro, antes de encararle:
—¿Te fuiste a buscar nuestros libros de leyendas, obras de teatro, poemas, filosofía e historia cuando estábamos siendo atacados?
Prometeo tuvo el descaro de mirarla con indignación.
—Creo que tú, la diosa de la sabiduría, sabría apreciar lo tan importante que es para nosotros que nuestro conocimiento perdure…
—¡No cuando hay gente muriendo! —Atenea abrió un poco la boca, y tomó aire para seguir discutiendo, pero prefirió cerrarla y hacerle un ademán condescendiente con la mano antes de controlar su tono y decidir cerrar el tema—: Estoy muy feliz de que estés vivo y espero que puedas salir afuera a ayudarnos, se te necesita. Me voy, mi padre me espera para idear el plan de acción.
Mientras Atenea movía con la mano la tela de la tienda para salir, oyó la voz tranquila de Prometeo que se acercaba.
—Hemos sobrevivido a la peor, y estos libros nos ayudaran en el renacimiento. Estoy seguro de ello.
—Y cuando llegue ese momento, —aunque pensó “Si llega ese momento” no lo dijo, porque quería tener fe en la locura de Prometeo—, te lo agradeceré. Pero por ahora, necesitamos ayuda más práctica…
Los dos salieron al campamento, donde las conversaciones seguían bajas y el llanto, la tristeza, las heridas se arremolinaban por debajo de rostros pálidos y ropas sucias.
Pero también estaba Démeter y sus ninfas dando de comer frutas y agua. Cerca de los árboles, Asclepio revisaba a un licántropo que ya no tenía la herida de un costado abierta. Hefesto, siempre junto a Afrodita y frente a la cueva, estaba cincelando algún hechizo alrededor de la entrada con sus manos. Y hasta, más allá en el bosque, Atenea pudo oír el rumor de canto y risas… Solo Dionisios haría algo tan fuera de lugar como eso, pero ella se lo agradeció.
Atenea no sabría si era ella, o en verdad el lugar parecía más… Vivo. A la luz del tercer día después de la caída de Constantinopla, sintió el calor del sol y la frescura de la brisa. Hacía mucho que no sentía eso. Debería haberle hecho preocupar, pues era uno de tantos síntomas de la pérdida de la divinidad y el acercamiento a ser prácticamente un humano, pero no fue así. Se sintió bien, abrigada por el mundo.   
 —Es como si una bruma oscura se hubiera disipado. —comentó a Prometeo, aliviada y sorprendida, mientras iban hacia la cueva. Hestia sabría qué debían hacer para ayudar.
—La llegada de Delfos y Hermes subieron mucho la moral.
Atenea le miró, sorprendida, y dejó de caminar… A la par de ellos, una niña intentaba tranquilizar el berreo de un bebé. Aún así, Prometeo pudo oír la pregunta de la diosa de la sabiduría.
—¿Delfos? ¿Cuándo llegó?
Él pareció ligeramente confundido por su pregunta.
—A la vez que nosotros. Una chica valiente, su nombre humano era Dánae.
Atenea sabía que el oráculo de Delfos anterior se llamaba Leopoldo.
—Tenemos una nueva Delfos… —y Atenea inició de nuevo su camino.
Recordó, vagamente, que a la par de Prometeo había una mujer. Si Hermes los había traído a la vez, ella debía ser la nueva Delfos. ¿Sería posible que Hermes hubiera huido para encontrar al siguiente sucesor del oráculo, si el anterior Delfos sabía que iba a traspasar su habilidad al ser asesinado y le hubiera dado esa misión…?
—Cosa de Hermes, imagino —comentó, decidiendo que la respuesta a su pregunta era afirmativa.
—Los de nuestra clase solemos ser cobardes, pero de utilidad —comentó con ligereza Prometeo.
Atenea agradecía que aún no le molestara mucho su buen ánimo al hablar, y no le comentó algo al respecto. Pensaba que los Delfos solían durar de dos a cinco años para acostumbrarse a su nueva condición, y ser lo suficientemente coherentes para empezar a hacer profecías.
Dos a cinco años, sintió genuina esperanza por primera vez en semanas. Fue tan natural pensar en que debía esperar dos a cinco años. Sonrió, al darse cuenta que ya no dudaba que iban a sobrevivir por lo menos ese tiempo.
Pero debían hacer mucho para lograrlo. No solo pensar en lugares seguro a donde ir, debían empezar a tener una estrategias de asentamientos lo suficientemente disgregados. Así, el enemigo no iba a poder matar a todos a la vez. Pero tenía que pensar en la manera de poder seguir en contacto con todos para darles su protección y, a la vez, que se ocultaran lo suficiente de los monoteístas. Tendría que hablar con Hermes, Hefesto y Artemisa para desarrollar y llevar a cabo algunas ideas que ya tenía pinceladas en su cabeza. Y en cuanto a la protección bélica…
Prometeo abrazó la cintura de Atenea y la atrajo a su costado. La diosa se dejó hacer, mientras su mirada ida y pensativa se concentraba frente a ella. Obviamente, no miraba a la cueva o a las ninfas que caminaban entre las personas. Prometeo sabía que estaba pensando, que ya entendía qué hacer para sobrevivir. El titán sonrió. Nunca había dudado de que el conocimiento y la sabiduría, Atenea, iba a lograr hacer renacer al panteón.


FIN

martes, 25 de junio de 2013

Reseña 4: L@S GANADORES DE LIBROSVEO SOOOON...




En LibrosVeo ya han dado su resultado del Certamen.

Fueron muchos cuentos, varias semanas de competencia y un buen nivel entre ellos, por lo que quise ser buena ¿deportista? Y darles un muy justo reconocimiento a los que reconocimiento merecen.

Y aquí están, con ustedes, ¡Los tres ganadores en LibrosVeo!


Título: Continuar.
Autor(a): Garci Romero.
Género: General, insight.
Extensión: 313 palabras.


«Me paro en seco y veo mi vida pasar en unos escasos minutos: veo aquellas peleas, veo la presión diaria, veo las cartas que recibía y nunca respondía, veo figuras imposibles en las nubes y, sobre todo, veo infinidad de momentos que reinvocan el dolor en mí.»

Garci escribió uno de esos cuentos que solo hasta el final, en la última línea que también es el twist, logré entender de qué se trataba, su gran originalidad y porqué es uno de los ganadores.
No que estuviera mal escrito, pero antes de ese final, sentía que la historia era brumosa, que el personaje solo aludía a la vida, al dolor en ella en una cotidianidad, con quien todos podemos empatizar; pero sin saber de qué se trataba los acontecimientos y a qué se debía su dolor. Hasta pensé, prejuiciosa de mí, que el o la escritor no sabía cuál era exactamente la historia, y por eso era brumosa.
No me di cuenta de que eso era parte de su grandeza, hacerme sentir a ese personaje como una persona igual a mí, era su encanto… Y solo con cuatro palabras por fuera del relato en sí y al final, entendí lo que había leído y reconocí el valor de lo que había provocado en mí. 

Autor(a): Mónica López.
Género: General, insight. Extensión: 658 palabras.

 «Su padre. El único que nunca la dejaba sola en la lluvia. Y eso iba a dejar de ser así.
Cada vez estaba más lejos. Ella intentaba mirar al cristal, viendo como se le escapaba la vida con cada gota que caía. Y entonces se fue. Dejándola sola en esa lluvia

Como la lluvia para la protagonista, este cuento me hizo sentir triste, como debía ser. Alude a una realidad natural como la lluvia, fría, rehuida y que creemos afuera, la muerte de un padre.    
Dios, tan bien escrito que me da tristeza de solo pensar en cómo describirlo…
Porque la lluvia no es solo pérdida, son recuerdos de lluvias anteriores, de la vida que sigue aunque un padre se fuera y del paso del tiempo, del ciclo de las cosas.
La lluvia no es triste, es la persona quien la mira así. En este relato, Mónica nos cuenta un proceso de pérdida por cómo la protagonista vive las lluvias que siguen a la muerte de su padre, y finalmente, cómo logra dejar de sentirse sola cuando las mira.   
  

 Autor(a): «Los ojos de la niebla».  
Género: General, insight.
Extensión: 622 palabras.
 

«Semanas esperando este reencuentro y hoy todos los hielos y vientos se conjugan para darte la bienvenida.
Pero mis deseos de abrazarte pueden a las calamidades del tiempo, el climático y el que va consumiendo, sin tregua, el reloj de la vida».

Escrito de una manera poética y a la vez práctica, en que las metáforas nos explican el mundo y la historia emocional de la protagonista, Los ojos de la niebla me presentó a una mujer. Una mujer cuya vida dejó de ser de ella, para convertirse en un deseo, en un existir por medio del imaginar o del esperar.
Aquí, caminé junto a ella ese recorrido hacia donde estaba lo que deseaba, me enseñó de donde venía y porqué le significa tanto esa visita, y me ilusioné con ella, porque desde tanta necesidad que había en esa mujer, no pude menos que querer lo mismo que ella.
Sin embargo, ¿qué sucede cuando lo que deseaba no era lo que le esperaba en el café? Imagino que Los ojos de la niebla se lo preguntó también, e hizo realidad lo que emocionalmente fue para la mujer.
Cuando la realidad se impone a la ilusión que daba la fuerza para vivir…

-o-

Pero para estos cuentistas su realidad fue su ilusión, por lo que…



Y yo, a no dejar de escribir, mejorar, confiar en lo que escribo y a seguir concursando.  
¡Muchas gracias a los que leyeron y apoyaron «Ciega de amor»!
¡Nos leemos gente!

Al caer Constantinopla, 3/4





Al caer Constantinopla, tercera parte

Atenea volvió a maldecir mentalmente a Hermes, ya que el dios de los mensajeros, viajeros y ladrones había desaparecido desde que el Olimpo dejó de existir.
¡Cobarde! Gritó en su mente Atenea, y el cuerpo se le tensó de rabia. La realidad no dejaba de darles reveses. Justo tenía que ser ese egoísta e infantil dios el que necesitaban para poder sobrevivir. ¡Cómo deseaba ser ella la que estuviera en su posición! Para Atenea, era mucho peor la impotencia que tener una pesada responsabilidad.
Es más, si no hubiera tenido algo qué hacer, no habría podido sobrevivir a sí misma, su mente y corazón desolado. Se había hecho cargo de varias tareas, y aunque eran trabajos destinados a los sirvientes en mayor medida, estaba agradecida de que siempre había algo más qué hacer.
En ese momento, y mientras maldecía mentalmente a Hermes, estaba prendiendo fuego a estacas que había puesto en donde estaban los heridos. Atenea se había dado cuenta de que perdió gran parte de su visión nocturna desde la noche anterior. Y eso que ella era una diosa mayor. Asclepio y los otros sanadores debían estar en peor situación.
Mientras volvía a la cueva para dejar el tronco en el hogar, Atenea miró hacia el cielo. El atardecer estaba acabando, el viento frío arreciaba por el campamento y los árboles susurraban con fiereza en respuesta.
Atenea se frotó los brazos con las manos en la intimidad de la cueva. No había sentido realmente el frío desde hacía más de mil años.
No pudo evitar recordar a Eolo al oír el “cántico caótico de los árboles”, como él le llamaba… 
Atenea se mandó a dar con una nueva tarea de la cuál hacerse cargo. Sabía que pronto daría con algo. Había poco más de dos mil seres solo en esa colina, donde estaba el campamento improvisado. Aunque ellos no eran los que más necesitaban su ayuda. Por más que vivían su peor momento, tenían comida y atuendo proporcionados por Hestia y Démeter, cuidado médico de Asclepio y los suyos, protecciones mágicas por Nix, Hefesto y Artemisa; además de los honores fúnebres oficiados por su padre.
La otra mitad del panteón estaba desperdigado por lugares recónditos de Europa o Asia, algunos en Constantinopla aún. Muchos de ellos debían estar heridos, algunos de mortal gravedad, y todos con gran dolor en el alma y rogando para que sus dioses le socorrieran.
Atenea se masajeó compulsivamente el rostro y respiró hondo, escondida en sus manos, oliendo la tierra, sangre y especias de sus palmas. Se inculpó nuevamente de no tener la fuerza de voluntad para abrirse al panteón, porque el horror de sentir ese dolor, ese reclamo y súplica era más fuerte que ella misma. 
¡Por eso maldecía al estúpido cobarde de Hermes! Sin su dios de los viajeros, y después del brutal ataque, los dioses ya no podían aparecer y desaparecer a su antojo ellos mismos, menos a otras personas. Solo Hermes podía movilizarse entre ese campamento y los demás. Y, también, solo él podía cambiar de localización a todos los dos mil seres de ahí. Hermes era el único que les podía ayudar a huir sin el inconveniente de estar desprotegidos en el camino. Con él, solo desaparecerían de ahí y aparecerían en otro lugar seguro, hasta que fuera momento de irse nuevamente.
Pero de nada servía que estuviera deseando y maldiciendo a Hermes. Hasta Ares se había dado cuenta de que era hora de planear según la realidad que tenían.
—¡Deja de jugar a la maldita plebeya, y por lo menos pon algo de orden en las vigilancias! —le había gritado el dios de la guerra, cuando se la había encontrado en un empinado camino en el bosque. Junto a unas ninfas acuáticas y otros, llevaba agua hacia el campamento.
—Nix y tú ya lo han hecho. Mis lechuzas se posicionarán en la noche… Ahora, aparta de mi camino.
Ambos se habían sorprendido de lo bien que se llevaban en una situación tan difícil.
Antes de quemar los cuerpos de los últimos muertos a media tarde, Zeus les había pedido a los dos que fuera a su campaña después de cenar, para que decidiera su estrategia de huida. 
… Repartir la comida para la cena. Ya había dado con la actividad que necesitaba para olvidar todo por un instante, mientras se hacía cargo de ella.
Salió de la cueva. En el camino, cogió una de las estacas con fuego, para iluminar el trillo que tenía que hacer hacia donde estaba Démeter y sus frutas.
Sintió la mirada de todos en el cuerpo, y vergüenza al imaginar sus pensamientos. Una diosa que necesitaba el fuego para poder ver… Alguien la tomó fuerte del brazo.
En condiciones comunes, Atenea habría hecho una intentona de golpear a quien fuera que la tocaba tan intempestivamente. Pero, esa vez solo dio un respingo y miró hacia la dirección del movimiento con un retortijón de temor en la boca del estómago.
Cuando vio de quién se trataba, el alivio y enojo la inundaron a partes iguales. Tiró con brusquedad la antorcha al suelo y, aunque igual pudo haberle dado un puñetazo, terminó abrazándolo con fuerza.
—¡Estúpido inconsciente, temíamos que estuvieras muerto! —le exclamaba, sus ojos húmedos de la emoción. Lo soltó rápidamente y le tomó los hombros, como intentando evitar que se le escapara. Mirándole directamente a los ojos, muy severa, le preguntó—: ¿Dónde has estado todo este tiempo, Hermes?
 Si había buscado algún retazo de disculpa en él, no lo encontró, aunque la poca luz que le quedaba al día podía haberle hecho perderse matices de su rostro. Lo único que pudo vislumbrar era su barba irregular y cansancio en una mirada que solía ser muy vivaz.
—Aquí y allá… —hasta se había encogido levemente de hombros.
El enojo ganó al alivio. Le tomó con más fuerza, y respiró con dificultad al controlar su tono de voz.
—¿¡Cómo puedes…!? —Pero la tan repentina sensación de la desaparición la hizo callar.
Cuando aparecieron, Atenea soltó a Hermes, desubicada. Dio vuelta sobre su eje y miró hacia arriba y a los lados, pero solo vio un bosque de árboles espaciados y el atardecer. Podía ser cualquier lugar lo suficientemente lejos del campamento como para tener una diferencia horaria.  
Su pie topó con algo y al mirar hacia ese lugar, el mundo se movió a su alrededor, y el dolor llenó su pecho, ahogada porque no podía respirar ni moverse. Pero por fin aspiró aire y se movió al recordar en su mente, que ella era capaz de revertir la muerte de Prometeo.
Sin entender lo que Hermes le estaba diciendo, no dejó ni un pensamiento en las cosas tiradas alrededor de Prometeo ni en la joven acostada en el suelo junto a él.     
Se agachó, prácticamente cayó a su lado. No inspeccionó sus heridas. No había luz suficiente para eso, y tampoco quería centrarse mucho en las quemaduras y piel derretida de un lado de su cuerpo. Desesperada y con menos delicadeza de lo que había deseado, movió a Prometeo para que estuviera de espaldas a ella. Le arrancó la poca tela que aún cubría su cuerpo y, luego, le quitó la tierra de la piel.
Se desinfló de alivio. El hechizo seguía intacto. Se trataba de una franja tatuada, hecha por líneas sinuosas que hacían y encadenaban símbolos, por encima de la columna vertebral, la espalda y subiendo hasta el centro de la cabeza.
Atenea había acariciando la piel del tatuaje, y terminó apoyando las palmas en él, con los ojos cerrados. Estaba tan confundida por sus emociones, que no podía dar con el hechizo hablado necesario para accionar el tatuaje. Le costó más de lo que esperaba tranquilizarse lo suficiente para desatar el bloqueo mental. Cuando logró recordar el hechizo, empezó a susurrarlo y a dar de su energía a Prometeo para ayudarlo a revivir. Y no dejó su posición ni para secarse las lágrimas de su rostro.

miércoles, 19 de junio de 2013

Al caer Constantinopla, 2/4






Al caer Constantinopla, segunda parte.


Siguiendo la dirección en que miraba su padre, Atenea se encontró con Nix allá arriba, frente a la luna que reinaba en la noche. Oscura, brumosa, con el vestido negro y brillante moviéndose al son del viento, los brazos extendidos a los lados. Ella los había estado escondiendo, como la oscuridad lo oculta todo. Lo había estado haciendo desde hacía un día, cuando ese lugar fue arbitrariamente escogido como el campamento.  
Pero Nix no iba a poder hacerlo por mucho más tiempo.
Aunque muchos querían, Atenea misma incluida, que como diosa de la sabiduría se pronunciara sobre lo que debían hacer, ella no tenía ni idea. Eso ya ni le horrorizaba. Prometeo tampoco sabía, pero tuvo un impulso y lo siguió con fe. Otras veces, ella misma habría confiando en ese impulso, pero ya no más. Ya no confiaba en nada, no se hacía ilusiones. Solo había una conclusión racional: nada más quedaba el Inframundo. Poseidón y muchos más se les habían adelantó, pero ese era el único “paso” que tenían realmente.
Atenea sabía que jamás iba a decir eso en voz alta. Como Hestia no decía que no quería enterrar a otro de los suyos, como Zeus no decía que se vio reflejado en el cuerpo de Poseidón y como Nix no bajaba a descansar.
Atenea acarició el brazo de su padre, pero él no pareció percibirlo. Sin más, la diosa volvió al campamento, mordiéndose el labio porque la pierna que casi le arrancaron estaba sanando lento y le dolía mucho al caminar.
 El lugar era descendente, cuevas rodeadas de espesos árboles, cerca de un peñasco y el mar. Estaban al sur del lugar en que el mar Negro y el Egeo se unían, en la costa asiática. Fuera y lo suficientemente lejos de Constantinopla.      
El campamento estaba engañosamente silencioso, lleno de llantos bajos, miradas idas y conversaciones susurradas. Los heridos habían sido tratados lo mejor posible, y dormían o estaban inconscientes. Algunos iban a morir. El único que parecía aún relucir era Ares, que había salido a inspeccionar el lugar, mientras su madre era curada por Ilitía… Maldito hijo de puta. Se enfureció Atenea, sin fuerzas siquiera para cerrar los puños. Hasta Hera se había puesto de escudo entre los monoteístas y sus hijas (las hermanas de Ares), mientras éste arremetía contra los ángeles. No murió, porque la guerra era su alimento. Su panteón cae y él tuvo un subidón de entusiasmo y fuerza en medio de eso….
Sin embargo, hasta Ares estaba pálido, sucio de tierra, sudor, sangre y vísceras. Todos estaban vestidos como humanos, despeinados; en mayor o menor medida, heridos. Atenea pasó al lado y hasta por encima de algunos. Muchos la miraban furtivamente y por eso ella  intentaba parecer tranquila, caminando erguida aunque renqueaba, pero sin querer acercarse a nadie.
O en verdad, solo quería estar con alguien en particular que no estaba ahí… Atenea dio un leve bufido, miró amablemente a unas niñas calisteñas que se abrazaban, hablando entre sí, y buscó con la mirada sin pensar. Más allá de unos centauros echados, recostado al lado de la entrada de la cueva, seguían estado Hefesto y Afrodita. No se habían movido en ese tiempo.
Poco antes de morir Poseidón, él ya se había recuperado lo suficiente como para sentarse y pensar, casi delirante, ideas de protecciones. Pero Afrodita había gritado y llorado, exigiéndole que descansara. Hefesto le hizo caso y desde ese momento, estuvieron abrazados. Afrodita no dejaba de temblar en ningún momento, ni de llorar. Y aún así, Atenea deseó el haber tenido ella su lugar. Ser abrazada y consolada.
Nadie parecía poder salir de ese trance, de esa miseria. Todos estaban tirados en el suelo, muy juntos y estáticos. Atenea deseaba poder hacerlo también, pero tuvo la idea de que no tendría con quién sentarse. Y eso le recordó la sensación de soledad al perder el Olimpo, y el desasosiego del conocer su situación.
Se sintió ahogar, y solo pudo pensar en buscar a Hestia… 
Comandados por la diosa del hogar, Asclepio, dos de sus hijas y otros pocos se habían hecho cargo del campamento y los heridos. Ellos estaban relativamente sanos. No habían sido tomados como amenazas, al contrario que la gran mayoría de los otros dioses que sí pelearon en su huida, o murieron en el intento.
Atenea tuvo que buscar a Hestia a pie, entre dioses, semidioses, ofídicos, licántropos, las musas… No quiso buscarla por su esencia, por ese sentirla dentro de ella y en su piel. Si lo hacía, podría sentir a todos los demás y su desolación se mezclaría con la propia, que apenas podía controlar.
Sabía que también estaba buscando a otros además de Hestia. Muchos estaban desaparecidos pero los más importantes para el panteón, además de Prometeo, eran Hermes y Delfos. Podían estar muertos, pero no los ha-bían visto morir. Y, aunque Atenea se repetía una y otra vez que era una ilusa al imaginar que alguno de ellos estaría ahí, justo al cambiar la dirección de su mirada; no podía evitar sentirse desilusionada cuando no era así.   
Hestia estaba dentro de la cueva. El olor de la tierra, especias, carne y verduras se mezclaba con el de la sangre y las infecciones. Ahí se encontraban varios heridos, los más graves, los que seguramente iban a morir. Pero Hestia no los estaba atendiendo. La diosa del hogar había hecho un fuerte fuego sobre el cual había una gran olla de sopa, que revolvía tomando un cucharón con ambas manos. El movimiento de Hestia era lento y sus brazos estaban crispados, como si le costara toda su fuerza hacer ese esfuerzo. Atenea creyó que tenía la cabeza baja porque miraba hacia la comida pero, al verla dar una cabezada seguida de un pequeño instante de acelerar un poco el movimiento con el cucharón, se dio cuenta de algo que había pasado por alto.
Desde que inició el asedio, Hestia no había parado de trabajar: sacando gente, ayudando heridos, hablando, dando de comer, abrazando, preparando cuerpos para la cremación…
Se llamó mil veces estúpida al darse cuenta que no había previsto que Hestia estaba cansada, que había sufrido todas esas pérdidas también, y que ella iba egoístamente hacia la diosa del hogar en busca de consuelo.
Atenea aceleró el paso, el dolor de la pierna se incrementó como su renqueo, pero no le importó. Hestia no se dio cuenta de su presencia hasta que tomó el cucharón e intentó evitar que se lo quitara.
—Ati, ¿qué haces…? Tienes que cuidar esa pierna. Ve y descansa. —le mandó, sin mirarle a la cara, aún con la cabeza gacha. Los largos cabellos rubios le caían a los lados, sucios y aceitosos  — Pronto estará…
—Yo la termino, no te… —pero Hestia tomó con más fuerza el cucharón.
—Ve a descansar.
—Hestia, por favor…
—No puedo… —La voz se le había roto al final, y Atenea la vio tomar aire con fuerza.
El llanto salió de Hestia tan fuerte como la manera en que la abrazó. Las piernas de la diosa del hogar no podían sostenerla y caía al suelo, el cuerpo convulsionado por cada ola de llanto. «No puedo, no puedo» decía cada tanto, entre hipidos, agarrando tan fuerte a Atenea que le incrustaba las uñas en la piel, temblando sin control.
Aunque algo asombrada Atenea entendía qué pasaba, porque sentía también esa impotencia entre tanto dolor, esa que le decía que ni aun siendo fuerte, podía lograr realmente cumplir algo. Pero controló su llanto, porque si lloraba Hestia la iba a consolar en vez de dejarse ser abrazada, arrullada y consolada por Atenea.
La sopa se resecó antes de que pudieran controlar el llanto.